"LA ESTELA QUE DEJA EL RELATO"
Bueno, pasó. El domingo presentamos “Flying fish”, el libro en el que Roberto Orzali relata sus viajes como marinero mercante. La presentación estuvo a cargo de Analía Bernardi y Marcelo Díaz, autores de “Vida, papel y pasión” capítulo que cierra la publicación y que permite situar la historia del "chapa" en el contexto de los grandes cambios que vivió la navegación de ultramar en las últimas décadas.
Trepados a dos banquetas ariscas, Analía y Marcelo expusieron con impecable equilibrio la tesis que orientó su labor como editores: tanto estos viajes como la posibilidad de contarlos resultan de una “cuestión de tiempo”. Tiempo de carga y de descarga, que en los años sesenta y setenta le permitían a Roberto y a sus compañeros permanecer varios días en cada puerto. Tiempo libre compartido con amigos y familiares, en el que el relato de estas travesías fue tomando forma y espesor colectivo. Tiempo muerto de un empleo como sereno, a la espera de completar los aportes para la jubilación, en el que Orzali comenzó a poner por escrito su historia. En fin, tiempo ganado por un trabajador para hacer algo distinto a su trabajo o a la reproducción indefinida de sus condiciones de existencia.
El argumento de los chicos es más extenso y está bien documentado, pero mejor lean el libro. Luego de sus palabras, hubo apagón, se hizo silencio y Orzali, el enorme Roberto Orzali que, lleno de prudencia o julepe, había permanecido hasta entonces “guardado en camarines”, prendió por fin el pucho que lo mantuvo entretenido toda la tarde y a una señal de su colega Tony Bennett -“I left my heart in San Franciscouuuuu”- remontó la escena. No sé si está bien o mal que yo hable de “Flying Fish”, la obra, porque de algún modo formo parte de ella. Circunstancia que da pero también quita perspectiva. Después de tres funciones y varios meses de ensayos, todavía me cuesta redondear de qué va todo esto. A dónde, adentro o en el borde de qué estamos parados. Pero como cada función amenaza con ser la última, más vale empezar a intentarlo.
Mi cámara graba, registra la obra desde un rincón, y al mismo tiempo envía sus imágenes a través un proyector hasta una persiana metálica que oficia de pantalla sobre el fondo del escenario. En dos o tres momentos concertados, Roberto se me acerca y me habla, o mejor dicho, le habla al artefacto que sostengo entre los dos. Cuando Roberto hace esto, sus ojos miran en la imagen proyectada directamente a los ojos del público, a los de su hijo Facundo, que acaba de conseguir trabajo en la draga Santa Fe, a los del director Anthony Hampton, que llegó desde Londres porque no se quería perder una sola de las aventuras del sorprendente pez volador. ¿Ante qué clase de espectáculo están Facu, nuestro amigo británico y los demás? ¿Se trata de la puesta en escena de un film documental o de la filmación documental de una obra de teatro? Creo que nuestro esfuerzo combinado –pienso en Roberto y en Natalia, pero también en el equipo completo de Ferrowhite- consiste en aplazar una respuesta, en demorarla con un propósito incierto.
“Flying fish” es la representación de un viaje y como tal, está hecha de una serie de desplazamientos. Dos senderos estrechos, aquel que convierte al teatro en documental y aquel que vuelve al documental una forma exacerbada de ficción, se cruzan acá. Y acá es este museo, White, pero también un lugar en medio del océano. Los siete mares adentro de la cabeza abismal de un solo tipo. Nuestra orden no escrita es navegar sin temor, meternos hasta no hacer pie, marchar hacia la parte honda de la pileta.
Esta obra será recordada por llevar a un marinero a escena, pero más por convertir a una directora de teatro bahiense en una alternadora filipina. En el fondo, nadie dirige al protagonista de una obra documental sin que las indicaciones empiecen a llegar en algún momento desde arriba del escenario. Se los dice este aprendiz de documentalista obligado en escena a ceder su cámara al protagonista de la obra para ser filmado actuando de Estatua de la Libertad.
¿Me estoy yendo de tema? Resumo. Lo que para nosotros distingue al teatro del cine (o el video) documental no es la separación entre “ficción” y “realidad”, sino la diferencia entre dos formas de ficción que no dejan de afectarnos y de afectarse entre sí a la hora de tratar de comprender -sin garantías- la vida de un hombre, de un puerto, de una ciudad y de los conflictos que los constituyen. Llevar el film a escena y la escena al film sirve para meter un poco de suspenso en los modos acostumbrados de producir documentales y obras de teatro, sirve para atenuar el imperio de las reglas que regulan la producción de "historias de vida", sirve para poner rueditas abajo del muro con el que una sociedad asigna (o niega) a sus integrantes competencias para dar testimonio acerca del mundo común.
Eso calculo cada vez que la mano de Roberto empuja el vaso de whisky que la corriente de su relato convierte en un barco ebrio. Todos estos pasajes, del museo al teatro, del ritual al juego, del recuerdo al acto, no intentan otra cosa que inventar maneras de vivir juntos bajo guiones menos estrictos. (Hay una diferencia capital entre reconocer lo que nos distancia, o incluso a priori nos enfrenta -niveles de ingreso, educación, edad, condición de género o lugar de clase-, y convertir la conciencia de esa distancia en un prejuicio que sanciona aquí y allá mundos perfectamente explicables y, por lo tanto, estancos, universos en relación de autonomía o subordinación perfecta).
En los rostros de quienes colmaron la sala –casi nunca nuestro público es tanto como para volverse anónimo-, hubo risas, algunas lágrimas, comentarios a voz en cuello y al final una ovación con 'O' de ola, uno de esos aplausos que te levantan y te revuelcan, de los que puede que emerjas desnudo, bautizado, renacido. Después, Reynaldo Merlino y José “Chiche” Pupko invitaron a un brindis dedicado a la obra, a su protagonista y a Vivi, presente en la platea, con vino de la casa que, queremos desmentir, nadie rebajó con agua de la ría.
Retomando, para terminar, el argumento de mis amigos, quisiera decir que el aplauso, el brindis, la conversación y los abrazos también dependen de una “cuestión de tiempo”. Tiempo ganado en este caso a la lógica del "espectáculo cultural continuo" de la que, por cierto, tampoco escapa este museo de provincia. Detrás de esa otra aventura, no la de Roberto sino la de la posibilidad de compartir su experiencia, hay un equipo tremendo, una tripulación capaz de sacar el Titanic a flote remando con escarbadientes. Analía, Carlos, Silvia, Esteban, Nico, Ana, Natalia y Marcelo -compañero a la distancia-, gracias por estar, el aplauso es para ustedes.